Mi camino espiritual nació del dolor más profundo. A los 3 años, tras perder a mi abuelo, mi familia fue captada por una religión restrictiva que controlaba cada aspecto de nuestra existencia. Crecí con un temor paralizante hacia Dios, privada de celebraciones, aislada de otros niños, y bajo la creencia opresiva de que las mujeres éramos seres inferiores. Esta infancia marcada por limitaciones y prohibiciones sembró en mí, sin saberlo entonces, una poderosa semilla de búsqueda espiritual auténtica que germinaría años después.A los 14 años, una apendicitis me enfrentó a la aterradora prohibición de recibir sangre, aunque mi vida pendiera de un hilo. Sentí por primera vez el verdadero terror de pertenecer a un sistema que valoraba más sus dogmas que mi propia existencia. El simple acto de enamorarme de alguien ajeno a la religión desencadenó mi verdadero descenso al infierno: juicios humillantes, expulsión definitiva y un aislamiento devastador de mi familia y amigos. Aquellos que antes proclamaban amarme incondicionalmente, ahora me trataban como si hubiera dejado de existir en sus vidas.




